Bloque V. Tema 5.2. Los retos del siglo XXI.

30 julio 2013

TEMA 10. LOS RETOS DEL SIGLO XXI
1.- LA GLOBALIZACIÓN Y SUS EFECTOS.
1.1.- Cambios sociales, económicos y políticos en él último tercio del siglo XX.
Durante los últimos treinta años del siglo XX los países desarrollados conocieron profundos cambios sociales y económicos que afectaron a grandes grupos de ciudadanos. Se trató de una auténtica revolución, comparable a la in¬dustrial. Se produjo un extraordinario descenso de los empleados agrícolas (del 11,4 por 100 en 1970 al 5 por 100 en 1995) y una fuerte contracción de la industria, con la consiguiente reducción de la clase obrera (del 34,5 por 100 al 28 por 100) y la correspondiente expansión de los em¬pleados del sector terciario o de servicios (del 50,7 por 100 al 66,8 por 100). En los Estados Unidos estos últimos supe¬raban el umbral del 70 por 100 en 1995. En el último quinquenio, el sector terciario continuaba aumentando. El símbolo de la nueva reorganización del trabajo fue el abandono en las grandes industrias del taylorismo y la ca¬dena de montaje, para sustituirlos poco a poco por el tra¬bajo en equipo, las instalaciones con un alto grado de au¬tomatización y el empleo de robots (procesos en los que Japón se hallaba en vanguardia). Una economía en la que el sector terciario no deja de progresar y en la que las empresas, en coherencia con la rapidez de las innovaciones tec¬nológicas y de las formas de organizar la producción, mueren y nacen a un ritmo inimaginable en la época de la industria tradicional; y en la que ya no se puede garantizar como antes el «trabajo para toda la vida» y se favorece el despido de los empleados «obsoletos» y la contratación de una mano de obra cualificada para las nuevas necesidades. Para mantener unas tasas de desempleo bajas se requiere una intensa movilidad y una base productiva expansiva en su conjunto. Sólo los Estados Unidos, durante el último decenio, demostraron ser capaces de conciliar la innova¬ción con un desempleo bajo (una tasa inferior al 5 por 100, mientras que en la Unión Europea el desempleo se estabi¬lizó en niveles muy elevados, con medias superiores al 10 por 100).
El crecimiento económico de los países desarrollados desde la posguerra hasta mediados de los años sesenta se basó en la gran industria metalúrgica y siderúrgica y dependió del intervencionismo y el dirigismo estatal, de la empresa pública con fines sociales, y por tanto de la buro¬cracia y de las estructuras del Estado de bienestar; pero la carga que debían soportar las arcas públicas produjo un aumento de la presión fiscal que disminuyó la capacidad de inversión de las empresas y desencadenó la llamada crisis del «Estado fiscal». Las políticas económicas del periodo se inspiraron fundamentalmente en la doctrina de Keynes.

El asalto neoliberal
En ese contexto hay que situar el asalto cultural y políti¬co que, en nombre de una nueva libertad de mercado, lan¬zaron los partidarios del «renacimiento» neoliberal, cuyos máximos exponentes fueron Gran Bretaña, liderada por la conservadora Margaret Thatcher, y Estados Unidos, du¬rante el gobierno de Ronald Reagan. Margaret Thatcher, primera ministra de 1979 a 1990, que había encontrado en su país una situación económica crítica, desmanteló la he¬rencia de la política social que había practicado el laboris¬mo desde la posguerra e inauguró una época de privatiza¬ciones, redujo la empresa pública y las estructuras asistenciales y atacó el poder de los sindicatos, para favorecer el mercado y la iniciativa individual. En una expresión típica de su «filosofía», Thatcher afirmaba desconocer el signifi¬cado del término «sociedad» y reconocía sólo la existencia y la función de los individuos. El éxito de la línea thatcheriana fue relevante y dio un notable impulso al fatigado sistema productivo británico, pero empeoró las condicio¬nes de vida de los estratos pobres de la población.
A la recuperación del Partido Conservador en Gran Bretaña siguió en poco tiempo la del Partido Republicano en Estados Unidos. Reagan, presidente de 1981 a 1989, cri¬ticó el intervencionismo estatal del Partido Demócrata y exaltó los valores del individualismo. Con su política pre¬tendía fomentar la iniciativa privada y reducir los impues¬tos y el gasto social para favorecer a los estratos altos y dis¬minuir el peso de la intervención federal, incluso a costa de un enorme aumento de la deuda pública y del ahonda¬miento de las diferencias sociales, una situación que perju¬dicaba sobre todo a la comunidad negra. Como en Gran Bretaña, el liberalismo estadounidense abrió las puertas a una nueva fase de desarrollo. Gracias a la política de los gobiernos conservadores británico y estadounidense, el neoliberalismo actuó como una especie de «revolución conservadora», que, en coherencia con las tendencias ob¬jetivas de las transformaciones de la producción, se con¬vertiría en una nueva corriente internacional y acabaría por influir, con distinta intensidad, en todo el mundo de¬sarrollado. Privatizaciones, liberalizaciones, reducción del gasto social y de las tradicionales garantías de los trabajado¬res empleados, hostilidad hacia los sindicatos, mayor flexi¬bilidad en la relación capital-trabajo e impulso de los em¬pleos temporales fueron los principios y las tendencias pre¬dominantes, fortalecidos además por dos factores: la crisis estructural, y más tarde, la caída del comunismo soviético, que había fracasado por basarse en un estatismo absoluto.

Hacia el mercado único.
Con la progresiva atenuación del proteccionismo, el de¬sarrollo económico del mundo occidental tras la Segunda Guerra Mundial favoreció el comercio internacional y la consolidación de las grandes empresas multinacionales que se instalaban allí donde las condiciones parecían más convenientes. Ahora bien, el rápido aumento de la sustitu¬ción de empresas; la corriente neoliberal y antiestatista; la extensión mundial de las zonas de libre cambio; la apari¬ción de condiciones más favorables para la transferencia de tecnologías; la desaparición del comunismo en el anti¬guo Imperio soviético y, por tanto, la ampliación de las fronteras del capitalismo; la apertura al mundo de la Chi¬na comunista y la adopción en su interior de los principios del «mercado socialista»; la necesidad de los países en vías de desarrollo de atraer capitales y crear nuevos trabajos; la mundialización de los mercados financieros, muy acelera¬da por la revolución informática; y la homologación de la producción y el consumo, fueron factores encadenados que convirtieron en «aldea global» a un mundo cada vez más envuelto en la densa red del mercado único. Se trata del llamado proceso de «globalización», cuyo rasgo sobre¬saliente es que el hecho de que las empresas y los capitales, superando todas las fronteras y las barreras tradicionales se trasladen allí donde más les conviene, donde las condi¬ciones para invertir y trabajar se presenten más ventajosas y donde exista la mayor posibilidad de obtener beneficios.
Puede decirse que la globalización, que ha creado un mer¬cado mundial único, cumple el sueño de la burguesía libe¬ral del siglo XIX de unificar el mundo bajo el signo de un internacionalismo capitalista, que, al mismo tiempo, sus¬tituye al sueño marxista de unificarlo sobre la base de la superación del capitalismo.

1.2.- Consecuencias y problemas derivados de la globalización
Consecuencias de la globalización
Pero las consecuencias de la globalización no son sólo económicas, sino también culturales, sociales y políticas. Con el movimiento de las mercancías, las tecnologías y los capitales, se exportan modelos culturales, modos de vida y estilos de consumo de un país o de un grupo de países a otras zonas del mundo. Por otro lado, facilita las oleadas migratorias desde las áreas del subdesarrollo o el desarro¬llo insuficiente a los países ricos, donde se crea un pluralis¬mo étnico, cultural y religioso no exento de problemas de integración, intolerancia y tensiones y conflictos entre las distintas culturas y mentalidades. Conviene no olvidar tampoco que la globalización no acerca a las distintas par¬tes del mundo en un plano de igualdad, ya que el centro propulsor del proceso se halla en los Estados Unidos y, en general, en el Occidente desarrollado, que exporta capita¬les, instalaciones, tecnología y modelos de consumo y de relaciones sociales. En resumen, decir globalización signi¬fica en muchos aspectos decir «americanización» y «occidentalización» del mundo, convertido en una auténtica «aldea global» que los países ricos mantienen bajo su tute¬la y orientan en primer lugar a la salvaguarda de sus inte¬reses.
Todo lo anterior implica también un beneficio sustan¬cial para los países atrasados, ya que la inmersión en el mercado único les brinda posibilidades de trabajo y de modernización de sus sistemas sociales. Al mismo tiem¬po, parte de las empresas y de los trabajadores de los países avanzados se oponen a este fenómeno al verse perjudi¬cados por la competencia de las empresas que operan en los países atrasados con costes de gestión y mano de obra muy inferiores. Pero la globalización no despierta sólo la oposición de quienes temen sus consecuencias económi¬cas. Como ya hemos apuntado, en tanto que «americani¬zación» y «occidentalización», provoca la protesta y el de¬sacuerdo de una serie de fuerzas en los países del Tercer Mundo, entre las que destacan los movimientos integristas islámicos, que pretenden defenderse de lo que consideran una amenaza para ciertos modos de vida y ciertos senti-mientos tradicionales que ellos pretenden salvar.

Reacciones ante la globalización
Dentro del mundo desarrollado, especialmente en Eu¬ropa, han aparecido en los dos últimos decenios del siglo dos tipos de reacción cuyo común denominador es el pro¬fundo malestar que crea en algunos sectores el avance de la globalización capitalista. Por un lado, hallamos los mo¬vimientos que -con el apoyo de los trabajadores que se sienten amenazados por los inmigrantes, el desempleo y la precariedad de los puestos de trabajo, o con el de los de¬fensores de identidades nacionales, culturales y religiosas de tipo tradicional, que rechazan la idea de vivir en socie¬dades multiétnicas y multiculturales- votan a partidos po¬líticos defensores del «orden» y de una mayor seguridad en las ciudades, para lo cual exigen a los Estados naciona¬les que protejan a la sociedad de la contaminación proce¬dente del exterior y llegan al extremo de desarrollar ten¬dencias xenófobas y racistas. Por otro lado, hallamos los movimientos de la llamada «antiglobalización», integra¬dos en su mayoría por jóvenes. Estas corrientes, de origen estadounidense y de composición muy variada -que reú¬nen a grupos decididamente anarcoides y violentos con otros de la izquierda «antiimperialista» o con grupos humanitarios laicos o religiosos, comprometidos con la po¬blación pobre del planeta- se oponen a una globalización dirigida por los grandes centros financieros e industriales y por los Estados occidentales, a los que acusan de sostener con su política los intereses de la oligarquía del dine¬ro. Los movimientos que consideran negativa la globalización basan sus críticas en que la riqueza se concentra como nunca antes en los países ricos y, dentro de éstos, en las manos de grupos muy restringidos, de modo que se agranda cada vez más la diferencia ya abismal que separa a los estratos superiores de los inferiores y al Norte del Sur. El alcance de esa diferencia a finales de siglo se comprueba en que, según datos de 1996, las 358 personas más ricas del mundo disfrutaban de una renta anual agregada superior a la del 45 por 100 inferior de la humanidad, es decir, la de los casi dos mil millones y medio de personas que integra¬ban la parte más pobre.

Problemas derivados de la globalización
Entre los múltiples problemas que crea el proceso de globalización destacan los referentes al peligro de «homo¬logación», porque la tendencia a borrar identidades espe¬cíficas produce un empobrecimiento social y cultural; y a la «gobernación» de aquellas transformaciones cuyas consecuencias superan las fronteras de un Estado concreto, que por sí solo no está en condiciones de proporcionar so¬luciones eficaces. De ahí la aparición de una nueva con¬ciencia de la interdependencia, basada en el hecho ya ine¬ludible de que lo que ocurre en un determinado país, un Estado o una unión de Estados influye de un modo cada vez más directo en la vida de otros países y puede llegar in¬cluso a ponerla en peligro.
Uno de los ejemplos más reveladores del aumento de la interdependencia de las distintas zonas del planeta, que lo está convirtiendo en una «aldea global», es la cuestión ecológica. La degradación del ambiente de algunas zonas del globo, responsabilidad con¬creta de ciertos Estados, influye en la calidad de vida de aquellos que viven más allá de sus fronteras. En realidad, hemos llegado a un punto en el que todos los países son responsables en una u otra medida de los fenómenos que disparan la alarma ambiental.
Las numerosas guerras lo¬cales, por su parte, en una época de proliferación de armas nucleares, hacen sentir la necesidad de preservar la paz y salvaguardar los derechos humanos fundamentales, que se vulneran con demasiada frecuencia, constituyendo un poder internacional legítimo que esté dotado de una au¬toridad superior a la de las Naciones Unidas, las cuales, como se ha demostrado en las zonas de crisis durante el último decenio, siguen en muchos casos, en una impoten¬te condición subalterna, la iniciativa de las grandes poten¬cias, sobre todo de los Estados Unidos, que actúan obede¬ciendo a sus intereses particulares.
La aparición de todos estos problemas ha hecho emerger voces que insisten en la constitución de un «gobierno mundial», pero la solución que proponen dista mucho de ser creíble. En todo caso, lo que parece cada vez más evidente es que la idea que ha sostenido a los Estados modernos con sus correspondien¬tes sistemas desde el siglo XVI, según la cual todo lo que un Estado decide y lleva a cabo dentro de sus fronteras es asunto suyo y está libre de interferencias ajenas, tiene cada vez menos sentido en una situación de interdependencia orgánica como la creada por el proceso de globalización. El tradicional Estado nacional ha entrado en una crisis profunda.
Pero la globalización pone también de relieve los pro¬blemas de la relación entre poder económico y poder polí¬tico y de la eficiencia de la democracia en las nuevas con¬diciones. En una época «en la que el destino de los distintos pueblos está estrechamente relacionado -ha escrito David Held- hay que revisar y reforzar la democracia, tanto dentro de los actuales límites, como más allá de éstos». En efecto, los grandes centros del poder económico globalizado -cuyas características son profundamente oligár¬quicas- toman decisiones que influyen en la vida real de un elevado número de individuos, según lógicas e intere¬ses que escapan con frecuencia al control de la autoridad política de origen democrático. Pero no sólo, porque el es¬cenario de los sujetos económicos que protagonizan la globalización supera los confines de los Estados pequeños y medios e incluso los de entidades de las dimensiones de Estados Unidos o la Unión Europea.
En este tipo de realidad se cuestiona la idea misma de la soberanía del Estado, y el proceso democrático no llega a los sectores en los que se deciden las históricas transfor¬maciones económicas y sociales que se están produciendo en el mundo actual. En un contexto como éste, las decisio¬nes políticas tienden a ocupar una esfera subordinada, de¬rivada de las que toma el poder económico que protagoni¬za la globalización; los Estados, por su parte, tienden a asumir en muchos aspectos el carácter de centros de regu¬lación y «administración» del mercado unificado, en un papel de mediación y contratación de los recursos que pone a su disposición el mercado, y se sitúan entre las ins¬tituciones del gobierno internacional de la economía, sen¬sibles a la influencia de las grandes oligarquías económi¬cas, y las fuerzas sociales y políticas que operan dentro de su territorio.
Así pues, la esencia de la política estatal, en cuanto ca¬pacidad de tomar decisiones fundamentales de las que de¬penden los modos de vida de las sociedades nacionales» se transfiere a pasos agigantados a las manos de poderes transnacionales que carecen de legitimidad democrática. Luciano Gallino observa con acierto lo siguiente: En este momento ningún Estado está en condiciones de contro¬lar los intercambios de moneda electrónica que, a diario, equiva¬len a seis o siete veces las reservas de los bancos centrales de los siete países más industrializados del mundo (los G7) […1 Ade-más, todos los Estados han perdido la capacidad de intervenir con eficacia para fomentar o impedir muchos tipos de importa¬ción o exportación, entre los que abundan aquellos que poseen un alto valor añadido.
La situación que se va delineando es tal, concluye Lucia¬no Gallino, que «si un Estado pierde la capacidad de go¬bernar la economía, su soberanía política se verá también gravemente disminuida».
Por tanto, a finales del siglo XX, el destino de los Esta¬dos, en su relación con los centros financieros y económi¬cos que protagonizan el proceso de globalización, sigue dos líneas opuestas de desarrollo: la subordinación a los citados centros o la acción concertada para crear organis¬mos políticos internacionales dotados de poderes «sobe¬ranos» que los controlen. La recuperación de una política «fuerte», capaz de contrarrestar el actual desequilibrio de poder entre sujetos políticos y sujetos económicos, requiere que los primeros actúen, como los últimos, en el plano global, y que recuperen el control de los recursos estratégi¬cos para el desarrollo. Un cometido difícil, pero ya clara¬mente planteado. La alternativa es una sociedad sometida al mercado global o un mercado regulado y controlado por la política y las instituciones que funcionan con procedi¬mientos democráticos y que, por tanto, no dependen de oli¬garquías poderosas, sino de una voluntad popular que, en caso contrario, se arriesga a quedar vacía de significado.
La globalización no habría tenido los contenidos que la han caracterizado en el último decenio del siglo si el co¬munismo no se hubiera vaciado como ideología y sin la desaparición del Imperio soviético. La caída del muro de Berlín en 1989 creó la conciencia de que era posible prac¬ticar políticas de colaboración y unificación antes inima¬ginables. Además, puso fin a los conflictos políticos e ideo-lógicos que -surgidos en la primera mitad del siglo XIX, cuando se hicieron evidentes fenómenos como el enfrentamiento entre la burguesía y el proletariado, la alternativa capitalismo-socialismo y la lucha de clases en el contexto del desarrollo industrial- dieron sus últimos coletazos a caballo entre los años sesenta y setenta del siglo XX. Por esa razón se habló con insistencia del «fin de las ideologías». En realidad, la caída del comunismo no hizo otra cosa que confirmar la pérdida de contenido de las ideologías y de los conflictos políticos y sociales de corte tradicional. En efecto, la maduración histórica de ese vacío de contenido en los países avanzados de la Europa occidental se produ¬jo con el paso de la sociedad industrial a la sociedad pos-industrial, con la drástica pérdida de peso de la gran fá¬brica y de la clase obrera, con el enorme desarrollo del sec¬tor terciario y con la crisis del reformismo social y de las instituciones del Estado asistencial, cuya impronta ha¬bía acompañado durante un largo ciclo al desarrollo económico.
La madre de los grandes conflictos ideológicos, políti¬cos y sociales de la época contemporánea había sido la Eu¬ropa de la Revolución Industrial y de la Revolución Fran¬cesa, de las rígidas barreras de clase, de la revolución v la contrarrevolución, del jacobinismo, el termidorismo, el bonapartismo, el socialismo, el anarquismo, el comunis¬mo, el fascismo, el nazismo, el colonialismo, el imperialismo y el enfrentamiento entre las potencias. En consecuen¬cia, las transformaciones que se han producido durante los últimos decenios en el contexto de la unificación euro¬pea han sentado las premisas de lo que se ha considerado el fin de las ideologías. El proceso ya se había anticipado significativamente en los Estados Unidos, donde, tras la guerra civil de 1861-1865, se hizo indiscutible la hegemonía capitalista, desaparecieron o se debilitaron los partidos y movimientos anticapitalistas de tipo europeo, se desarro¬lló una democracia nunca amenazada por tendencias au¬toritarias y la movilidad social se vio facilitada por la ausencia de unas barreras de clase comparables a las euro¬peas. Todos estos aspectos no pasaron inadvertidos a Charles-Alexis de Tocqueville durante su viaje a Estados Unidos a finales de los años treinta del siglo XIX, como se desprende de la lectura de La democracia en América.
Los primeros en hablar del fin de las ideologías, desde finales de los años cincuenta del siglo XX, fueron ciertos estudiosos europeos y estadounidenses como David Riesman, Helmut Scheisky, Raymond Aron, Edward Shils, Seymour M. Lispset y Daniel Bell. Este último publicó en 1960 El fin de las ideologías, donde afirmaba que «la ideo¬logía, que por su propia naturaleza es una cuestión de todo o nada, y por temperamento es lo que desea, ha per¬dido vitalidad intelectual; pocas cuestiones pueden for-mularse todavía, intelectualmente, en términos ideológi¬cos».
Las respuestas abstractas y teóricas no pueden esclare¬cer si efectivamente las ideologías, en tanto que ideas fuer¬tes que movilizan a las partes unas contra otras y orientan y dirigen sus actos, tienen alguna función que cumplir en el futuro, pero cuando observamos fenómenos como los movimientos integristas islámicos y la índole de los conflictos que éstos generan comprendemos que las ideolo¬gías no están agotadas. Con todo, es un hecho que en las sociedades avanzadas parece definitivamente superada la época de los conflictos políticos y sociales, tal y como se conocieron en la Europa del siglo XIX y se desarrollaron durante gran parte de la centuria siguiente, y de las ideolo¬gías que aquellos conflictos alimentaron y representaron.

2. LOS NUEVOS MOVIMIENTOS SOCIALES
2.1. Concepto de movimientos sociales
Los movimientos sociales comienzan siendo una forma de expresión que tienen un grupo minoritario de personas que se manifiestan en contra de algunas ideas institucionalizadas, sus valores, leyes o formas de gobierno establecidas en la sociedad donde viven, y luchan por ideales que requieren cambios sociales importantes. Cuando estos movi¬mientos sociales crecen y cuentan con un apoyo importante de la sociedad tienen muchas posibilidades de lograr sus obje¬tivos, es decir, conseguir cambios sociales mediante la acción colectiva frente al gobierno o las instituciones.
Siempre han existido este tipo de movimientos, pero ha sido en los siglos XIX y XX cuando han logrado ser pro¬tagonistas en la Historia: primero los movimientos burgueses desde la Revolución Francesa, donde los clubs dieron lugar a los primeros partidos políticos; los movimientos obreros en el siglo XIX dieron lugar a los sindicatos y partidos obreros que acaban creando los primeros gobiernos comunistas a principios del siglo XX tras la Revolución Rusa; los movimientos nacionales fascistas de los años treinta dieron lugar a los regímenes totalitarios europeos hasta el final de la 2a Guerra Mundial.
Desde la década de 1960 existen nuevos movimientos sociales que demandan iguales libertades y derechos para los grupos a los que representan: mujeres en el movimiento feminista, colectivos de gays y lesbianas o de minorías (asociaciones pro derechos de los refugiados políticos, judíos, negros o gitanos). Existen también movimientos que defienden la naturaleza (ecologismo) y la solidaridad o fraternidad entre los pue¬blos (plataformas en favor del 0,7 %, los movimientos pacifistas y los objetores de conciencia). En los últimos años del siglo XX, junto a los movimientos anteriores existen otros que piden todo lo contrario: cabezas rapadas o neonazis en Europa, racistas herederos del Ku Klux Klan en EE.UU. o grupos antijudíos en Rusia.
En resumen, vemos que la actuación de todos los movimientos sociales, tanto los progresistas como los retrógra¬dos, están respectivamente a favor o en contra de los tres principios básicos de la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad, lo que nos demuestra que estos tres objetivos o ideales aún no se han logrado en su totali¬dad.
2.2. Características de los nuevos movimientos sociales: Pacifismo, ecologismo, feminismo
Pacifismo y ecologismo
La primera característica de estos movimientos es que sus protagonistas son siempre hombres o mujeres jóve¬nes, al menos en sus inicios. Veamos algunos ejemplos;
• Los movimientos contraculturales o underground de los años sesenta [hippies, beatniks, blousons noirs…) eran jóvenes pacifistas, con ansias de libertad, que colocaban por encima de la sociedad establecida los valores individuales y la vida en grupos o comunas libres; consideraban más importante el individuo que el gobierno y la sociedad. Su lema más conocido «Haz el amor y no la guerra» se enfrentaba a una sociedad puritana, militarista (múltiples guerras) y dirigida ideológicamente desde el poder. En la actualidad, sus formas externas (modo de ves¬tir, de peinarse, adornos corporales, música, etc.) han sido asumidos por la sociedad que pretendían cambiar. Su pacifismo se ha integrado hoy en otros movimientos ecologistas (los «verdes») o solidarios con la pobreza (plata¬forma del 0,7) y, en el extremo opuesto, se han creado nuevos grupos radicales y más violentos (punks, skin heads, ultras…}, que golpean o asesinan como forma de protesta contra la sociedad, a la que culpan de sus pro¬blemas.
• Los primeros grupos pacifistas se conocieron públicamente tras la Conferencia de Paz de La Haya de 1899 y con la creación del Tribunal Internacional de Arbitraje. Se opusieron al rearme que se produjo en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial. Los pacifistas que actuaron durante las revueltas de 1968 eran estudiantes universitarios tan¬to de los países del este de Europa como en Francia o EE.UU. Iniciaron, entonces, una oposición total al militarismo (guerras) y al armamento nuclear.
• La mayor parte de las personas que colaboran activamente en la década de 1990 con movimientos pacifis¬tas y ecologistas como Greenpeace son jóvenes y lo mismo puede verse en las frecuentes manifestaciones en favor del 0,7 %.
El ecologismo nació de la alianza entre intelectuales y jóvenes, en abril de 1968 (Reunión de Roma organiza¬da por Peccei). Cuatro años después se inicia en la Conferencia de Estocolmo (1972) el primer «Programa de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente», que fue la primera llamada de atención a gobiernos y empresas que permiten excesos contra la Naturaleza. Posteriormente han logrado que se celebren dos Conferencias Mundiales, la de Helsinki (1989) y Río de Janeiro (1992) en las que se acordaron reducir el consumo de clorofluorocarbonos y la reducción de producción de elementos contaminantes como único medio de asegurar el progreso económico futuro de la Humanidad.
Una segunda característica es su oposición a la forma de gobierno y a las leyes discriminatorias. En pri¬mer lugar, exigen la supresión de leyes antifeministas, militaristas o racistas y demandan nuevas leyes que aseguren la total igualdad y la defensa de los derechos humanos (de la mujer, de los pacifistas y de las minorías) así como de los derechos de la Naturaleza (los ecologistas). En segundo lugar, piden a los gobiernos que cumplan y vigilen el cumpli¬miento de estas leyes por parte de toda la sociedad.
En tercer lugar, existe un intento de transformar la mentalidad colectiva y defender nuevos valores e ideas. Los ecologistas, por ejemplo, están demostrando a los empresarios alemanes o japoneses que fabricar productos y maquinaria no contaminante es más rentable y produce menos paro que la maquinaria y productos convencionales, que continúan contaminando en todos los países de la Tierra. En muchos lugares, la igualdad de la mujer choca con unas creencias «machistas» muy arraigadas y que están cambiando parcialmente y no en todos los países. Los jóvenes pacifistas, cuentan con frecuencia, con la oposición de sectores militaristas de la sociedad o con la incomprensión de los gobiernos que se niegan a ayudar de verdad a los países más pobres. En estas circunstancias, la defensa y protec¬ción de los ecosistemas, la convivencia pacifica de los ciudadanos entre sí y con los otros pueblos de la Tierra y el autén¬tico reconocimiento de igualdad para todos los seres humanos se convierten en los nuevos valores que la sociedad debe asumir colectivamente y exigir al gobierno de turno su cumplimiento para hacer posible una vida mejor de todos los seres vivos en el siglo XXI.

Feminismo
El feminismo activo nació con la Revolución Francesa. La primera feminista, Olimpia des Gougues, tras aprobarse en 1789 la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, escribió en 1791 la Declaración de los dere¬chos de la mujer y la ciudadana, primer manifiesto feminista. A fines del siglo XIX y principios del XX, Rosa Luxemburg en Alemania reclamaba la liberación de la mujer trabajadora y, en Gran Bretaña, las sufragistas Mrs. Pankhurst y sus dos hijas creaban la Unión femenina social y política (1903), pidiendo el voto femenino en las elecciones. Desde entonces este movimiento continúa vivo y en las últimas décadas del siglo XX ha conquistado mejoras en las leyes, en el trabajo y en sus libertades, incluida la sexual, pero los cambios colectivos en la mentalidad de las diferentes sociedades no han hecho más que empezar y queda para el siglo XXI la auténtica y normal consideración de la mujer igual al hombre en todos los ámbitos sociales.
Exis¬ten dos caras del feminismo: la primera es «el movimiento de liberación de la mujer», que a menudo viene caracterizado como el sector más radical o más «joven» del movimiento. La segunda cara opera en el seno del sistema político tradicional y pide la igualdad de derechos.
Comparemos tres modelos distintos de participación y de activismo de la mujer:
1°) En EE.UU. una tradición reformista, la inexistencia de una izquierda socialista fuerte y la importancia de los grupos de intereses en la configuración de la vida política se combinan para producir un tipo distinto de movimiento. En 1988 las mujeres constituyeron una fuerza interna reconocida en la convención demócrata y consiguieron que se incluyera en la pla¬taforma cuestiones como el aborto y la Enmienda de Igualdad de Derechos, la igualdad de remuneración salarial y el permiso de maternidad, así como el pleno acceso en igualdad de condiciones con los hombres a los cargos electivos y a las responsabilidades en el partido. Durante «la huelga de mujeres por la igualdad» de 1970 colaboraron fuerzas muy diver¬sas en varias ciudades del país para pedir: Ayudas para el cuidado de los niños, el derecho al aborto discrecional e igualdad de oportunidades en materia educativa y de empleo.
2°) El feminismo británico, en lugar de burocratizarse y perder radicalismo, ha conservado su pasión ideológica, su nivel de dedicación. Las agrupaciones del movimiento y los núcleos de activistas creados en los años 70 siguen existiendo. Entre ellos figuran la asociación de periodistas (Women in the Media), la campaña del aborto (National Abortion Campaign), la federación de ayuda a la mujer (National Woman’s Aid Federation), la asociación de derechos de la mujer (Rights of Women), que es el brazo legal del feminismo británico basado en el voluntariado, y la sección de derechos de la mujer del National Council for Civic Liberties (actualmente rebautizado con el nombre de Liberty), así como la asociación contra la violencia contra las mujeres (Women Against Violence Against Women, WAVAW). La principal contribución del movimiento tal vez sea su supervivencia, a diferencia de la reduc¬ción a pequeñas sectas de los movimientos francés o italiano (y otros de Europa), que en su momento habían sido muy activos.
3°) La igualdad a través del Estado en Suecia se caracteriza por: La ausencia de un movimiento feminista visible e influyente, la actividad de las mujeres se ejerce a través de los partidos políticos y, en menor medida, de los sindicatos; el Estado ha tendido a adelantarse a las preocupaciones de las mujeres y a satisfacer sus reivindicaciones mediante medidas de gobierno, sin ninguna presión apreciable de los grupos de mujeres y en el marco de la «política de igualdad» o «familiar».
Los resultados del feminismo. Como el feminismo es tanto un movimiento como una ideología su impacto debe juzgarse, tanto a la luz de las reformas concretas obtenidas como a la luz del desarrollo de una conciencia colectiva. Respecto a las reformas las feministas han tenido en Occidente varios éxitos: 1. Los temas planteados por las feministas (el aborto, la igualdad de derechos, la violencia en el seno de la familia…) se han incorporado a las leyes. 2. En cada país, el Estado ha creado nuevos mecanismos para hacer frente a las situaciones relacionadas con la igual¬dad de derechos, con poderes y capacidades sancionadoras diversas a disposición de los nuevos mecanismos. 3. El acceso de las mujeres a cargos electorales y políticos ha aumentado. 4. Se ha creado una «nueva conciencia colectiva» entre los partidarios, los aliados y/o la población en general. Una «con¬ciencia colectiva» de esta índole se refiere al conjunto de ideas nuevas sobre normas, roles, instituciones y/o redistribución de recursos. Entre los índices que pueden utilizarse figura, por ejemplo, el de las actitudes hacia el trabajo en el caso de las mujeres con niños, la igual dedicación a las tareas del hogar, el aumento del número de mujeres empresarias o la concien¬cia de que persiste la discriminación de la mujer.
Pero no debemos olvidar que esto sólo está sucediendo en occidente. En el mundo islámico fundamentalista la mujer aún debe llevar saris y velos que les oculten ante los hombres, con los que no pueden mantener relación algu¬na.
3. DESAFÍOS DEL SIGLO XXI.
Desde los trabajos de Solow y Schultz, pero también en realidad desde mucho antes, porque Schumpeter, Marx, Ri¬cardo y Smith ya eran conscientes de la importancia de la tecnología en el desarrollo económico, los economistas hoy reconocen que ésta es el factor crucial para comprender el crecimiento moderno. La tecnología y su creador, el capital humano, interactúan con los recursos naturales: la importancia histórica de éstos es, como sabemos, muy grande, pero cada vez lo es más la capacidad tecnológica. El problema radica en que aquí nos encontramos de nuevo con un fenómeno de circularidad: la tecnología (junto con el afán de lucro, que induce a los empresarios a introducir innovaciones) es la fuerza propulsora del desarrollo económico; pero la tecnología no nace en el vacío: es un producto social, y viene en gran parte determinada por la voluntad de la sociedad de invertir en educación e investigación. Por razones evidentes, son las sociedades más ricas y más educadas las que tienen los medios para llevar a cabo esta inversión y la motivación (porque los educados demandan educación) para dedicar recursos a la for¬mación de capital humano y a la actividad científica. Son es¬tas sociedades, por tanto, las que se encuentran en mejores condiciones para generar nueva tecnología.
Y aquí viene uno de los hechos más amenazadores para el siglo XXI. Si los recursos naturales están muy desigualmen¬te distribuidos sobre el planeta, la capacidad técnica lo está también. Los países ricos son, como sería de esperar, los que la tienen en mayor medida y, por lo tanto, los que más proba¬bilidades tienen de seguir desarrollándose económicamente. Un artículo de Jeffrey Sachs (2000) ofrece evidencia sobre este hecho, que pone en tela de juicio el optimismo de los eco¬nomistas de la convergencia. Sachs divide las naciones en tres grupos: técnicamente innovadoras, receptoras y excluidas. Las innovadoras son las que producen la gran mayoría de los adelantos tecnológicos; tienen enormes aparatos de investiga¬ción, aplicación, difusión, y formación de técnicos y técnicas, que son como el cerebro tecnológico del mundo y generan continuamente ideas y diseños nuevos. Agrupan al 15% de la población mundial. Las receptoras investigan mucho menos, pero tienen un nivel cultural suficiente para adoptar y adap¬tar las innovaciones que se producen en otros lugares. Son los países que crecen arrastrados por los innovadores, y vienen a ser el 50% de la población. Los excluidos (el 35% restante) son aquellos cuyo nivel cultural y técnico es tan bajo que no sólo no innovan, sino que son impermeables a la innovación. Nadie se sorprenderá al saber que Estados Unidos y Canadá, casi toda Europa Occidental, Japón, Corea, Israel y Australia componen el primer grupo. Tiene interés observar que las so-ciedades innovadoras están casi todas en la zona templada, lo cual sugiere de nuevo la importancia del fenómeno acumula¬tivo. Quizá haya alguna sorpresa al saberse que España y Portugal son los únicos países de Europa Occidental que no son innovadores, sino meros receptores. Están acompañados en este grupo por Europa Oriental (casi toda, excluida Rusia), México, Nicaragua, Costa Rica, República Dominicana y el Cono Sur Americano (incluyendo el sur de Brasil), Túnez, Sudáfrica, partes de India y China, Indonesia, Malasia, Filipi¬nas, Borneo, Thailandia, Nueva Zelanda, Jordania, Georgia y Armenia. Los demás están excluidos: constituyen el verdade¬ro Tercer Mundo, y sus perspectivas para el siglo XXI son sombrías; mientras sus economías se estancan o se contraen, sus poblaciones crecen por encima de la media mundial. Esta es la causa que agrava las crecientes disparidades internacio¬nales a las que antes nos referíamos.
En este punto conviene observar que, como en la cues¬tión general del desarrollo, no hay una ley de bronce de la cre¬atividad tecnológica. Un país pobre o de renta media puede hacer un esfuerzo para invertir en actividades innovadoras y pasar así de una categoría a otra, como los clubes modestos de fútbol pasan de una división a otra del campeonato y pueden llegar a ganar la Liga si hacen bien las cosas. El estar incluidos Israel y Corea del Sur entre los países innovadores de Sachs indica bien a las claras las posibilidades que tienen los países nuevos y de escasos recursos.
Otra causa, sin embargo, que agrava las desigualdades radica en las diferencias entre las variables demográficas de unos a otros países. Hoy son los países más atrasados los que mayores tasas de natalidad y fecundidad tienen. Por otra par¬te, sus tasas de mortalidad han descendido mucho con respec¬to a lo que eran desde hace un siglo, porque la medicina mo¬derna permite, a través de remedios sencillos, como la higiene, la asepsia en los hospitales, las vacunas, o la erradicación de epidemias y ciertas enfermedades endémicas, que la mortali¬dad en estos países se aproxime a la de los avanzados. Conse¬cuencia de esto son las altas tasas de crecimiento poblacional en los países del Tercer Mundo. Si hoy la población española crece a una tasa del 0,4%, la de Italia al 0,1, o la de Japón al 0,2 (los países ex comunistas tienen tasas negativas), la población de la República del Congo crece al 3%, la de Chad al 3,2, la de Níger al 3,3 y la de Yemen al 3,7. Para ha¬cernos una idea de lo que implican estas magnitudes, una tasa de crecimiento del 3% implica un doblarse la población cada veinticinco años; una tasa del 0,5 implica que la población tarde cerca de siglo y medio en doblarse (unos ciento cuarenta años). En magnitudes agregadas, la población del África subsahariana crece al 2,5%, y la de África del Norte y el Oriente Medio al 2,1. Las consecuencias de estas tasas son que la po¬blación subsahariana se doblará dentro de 28 años, y la de África del Norte y Oriente Medio dentro de 33. Entretanto, el crecimiento medio de los países de renta alta era del 0,7% (lo cual implica que la población tardaría un siglo en doblar¬se). Hay que aclarar que gran parte del crecimiento demográ¬fico de los países desarrollados se debe a la inmigración desde los del Tercer Mundo. Como los países atrasados constituyen la gran mayoría de la Humanidad, lo más probable es que la población mundial crezca a tasas más parecidas a las del Ter¬cer Mundo. Con una perspectiva histórica el crecimiento de¬mográfico, ya lo hemos visto, es impresionante. Hacia 1800 la población mundial estaba por debajo de los 1.000 millones (954). Un siglo más tarde se situaba en torno a los 1.500, es decir, se había multiplicado por 1,57. Un siglo más tarde, en el año 2000, la población mundial ha¬bía superado los 6.000 millones, es decir, se había multiplica¬do por 4. Hoy, en 2012, la población mundial está ya en tor¬no a los 7.000 millones, y se espera que alcance los 10.000 millones en 2050. Las consecuencias de este crecimiento po¬blacional son ardorosamente discutidas. Por un lado tenemos los efectos sobre el desarrollo económico. Por otro, las reper¬cusiones sobre el medio ambiente.
Los diferenciales demográficos explican gran parte de las divergencias económicas y agravan los efectos de los factores geográficos. Los países de alto crecimiento demográfico tienen las mayores tasas de analfabetismo y las tasas más bajas de escolarización. No es casual: es consecuencia del círculo vicioso del subdesarrollo. Escasos de capital, carecen de recursos para edu¬car a su población, que por otra parte, no demanda esa forma¬ción. Las familias pobres no tienen medios para educar a sus hijos y raramente aprecian la utilidad de la educación. Por aña¬didura, son las niñas las que menos escolarizadas están en esas sociedades y, sin embargo, es bien sabido que las jóvenes educa¬das tienen menos hijos que las no escolarizadas, los cuidan me¬jor y les transmiten los estímulos educativos. Es decir, la pobre¬za crea superpoblación y escasa inversión en capital humano, lo cual a su vez es causa de pobreza. Exactamente el mecanismo contrario se da en los países ricos: nada tiene de extraño que sus caminos diverjan cada vez más. Volvemos a encontrarnos con los círculos vicioso y virtuoso. Pero vale la pena repetir que los círculos pueden romperse. Los países pobres pueden salir de la pobreza invirtiendo en educación y controlando su natalidad.
El otro efecto objeto de agitada controversia es el relati¬vo a las consecuencias de la superpoblación sobre el medio ambiente. Como en toda discusión acalorada, se han cometido graves exageraciones por ambos lados. Comencemos con el primer gran profeta del pesimismo demográfico, Thomas Malthus. A finales del siglo XVIII Malthus predijo para la Hu¬manidad grandes males si no se ponía remedio al crecimiento demográfico. Según él, la población aumentaba a un ritmo ex¬ponencial mientras que la economía lo hacía a un ritmo lineal: en otras palabras, la tasa de crecimiento de la población era constante y la de la economía, decreciente. Las consecuencias serían el hambre, las epidemias y la guerra. Estas predicciones de Malthus han sido objeto de rechifla científica casi unánime. No cabe duda de que, a corto y medio plazo, las alarmas mal¬tusianas han resultado totalmente infundadas, no porque no haya crecido la población como él predijo, e incluso más, sino porque la economía ha crecido, como hemos visto, a tasas mu¬cho mayores. Sin embargo, aunque Malthus no advirtió las tremendas potencialidades de la Revolución Industrial, de cu¬yos inicios fue testigo, sus advertencias cobran relevancia en los inicios del siglo XXI, mucha más de la que tuvieron a las puertas del XIX. Porque hoy, si en los países desarrollados los problemas no provienen de la superpoblación, en la parte subdesarrollada del planeta (más de la mitad) el espectro maltusia¬no no anda tan lejos. Hay una proporción muy importante de la Humanidad que apenas participa de la cornucopia que ha producido el desarrollo económico en la zona templada, y que, además, se reproduce a mayor velocidad de lo que justifi¬can sus medios y sus potencialidades económicas.
Hemos dicho que, si esta parte subdesarrollada se desa¬rrollara, muchos problemas desaparecerían: probablemente moderaría su crecimiento demográfico, disminuirían las desi¬gualdades económicas y sociales, remitirían las guerras y la violencia. También parece tanto más deseable que el subdesa¬rrollo termine desde el punto de vista de la moral y la justicia, a las que el hambre, la miseria y la violencia ofenden profun¬damente. Sin embargo, los obstáculos son muy grandes, como hemos visto. Pero se plantea otro grave problema; porque in¬cluso si se diera el caso improbable de que estas regiones se desarrollaran, no sabemos si el crecimiento del consumo y la tensión sobre los recursos que ese crecimiento conllevaría se¬rían compatibles con la conservación del medio ambiente, ya muy seriamente dañado por los hábitos de consumo y pro¬ducción en los países desarrollados (éste es, en nuestra mo¬desta opinión, el verdadero límite al crecimiento en los países avanzados). La amenaza a la integridad de la nave espacial Tierra es cada vez más palpable y nos coloca en una difícil dis¬yuntiva. La pervivencia de las desigualdades no evita esa ame¬naza y en cierto modo la acrecienta, por el aumento desboca¬do de la población, la deforestación, la contaminación y la inminencia de conflictos. Pero el deseable crecimiento y la ni¬velación de estilos de vida pueden poner en mayor peligro aún los equilibrios de nuestro frágil vehículo planetario.

Optimistas y pesimistas
Ha habido otros profetas del pesimismo, como el famo¬so Club de Roma, que auguraban escaseces y alzas en los pre¬cios de las materias primas, fenómenos que no se han producido. Las exageraciones de los pesimistas han dado lugar a las de los optimistas. Un libro reciente [Lomborg (2004)] ha teni¬do un gran éxito ridiculizando, con gran acopio de estadísti¬cas, las tesis pesimistas, lo que el autor llama «la letanía». Pero el optimismo de Lomborg resulta tan fuera de lugar como los alarmismos exagerados. Basten unas muestras: en su capítulo sobre la energía el autor nos dice que «se espera que el precio del petróleo decline de los 27 dólares por barril a un nivel poco por encima de los 20 dólares hasta el año 2020». Según el au¬tor, esta predicción está basada en más de «ocho […] previsio¬nes internacionales recientes» Pues bien, el precio del barril de petróleo en 2012 sobrepasa los 100 dó¬lares: esto da una idea de la confianza que merece el optimis¬mo de Lomborg. Muchas otras de sus estimaciones parecen igual e infundadamente optimistas, como cuando afirma que el problema de la tala de los bosques y selvas no es grave, aunque reconoce que Nigeria, Madagascar y América Central han perdido más de la mitad de su selva; su optimismo sobre la sel¬va brasileña, de la que afirma, con poca o ninguna argumenta¬ción, que tiene asegurada la pervivencia del 70% de su super¬ficie, resulta cuando menos sorprendente. Pero quizá lo más alarmante del libro sea un optimismo simplificador, po¬siblemente consecuencia de la deformación profesional, ya que el autor es profesor de estadística en una universidad da¬nesa. Así, en su capítulo sobre el calentamiento del planeta y sus consecuencias, reconoce que el fenómeno es real y proce¬de a tratar de analizar sus efectos uno por uno: sobre la agri¬cultura, sobre la salud, sobre los huracanes, sobre el nivel del mar y remata el análisis con una estimación del coste del au¬mento de la temperatura ambiente (5 billones de dólares); pero como el coste, que también calcula, de reducir las emisiones de gases sería, según él, aún mayor, en esencia pro¬pone no hacer nada (política, por cierto, que impuso al mundo el presidente de Estados Unidos, George W. Bush). Aquí lo peligroso y presuntuoso es pretender que sabemos con exactitud cuáles van a ser los efectos del calentamiento global y que, por tanto, podemos calcular sus costes.
Tal arro¬gancia simplista contrasta, por ejemplo, con la precaución con la que un biólogo español [Delibes y Delibes (2005)] habla con alarma de las consecuencias del calentamiento, pero admi-te repetidamente que las interacciones ambientales son dema¬siado complejas para pretender siquiera hacer previsiones fir¬mes, tanto más estimaciones de costes. Hay que tener en cuenta, por ejemplo, que se habla de los posibles efectos de los cambios de la temperatura global sobre las corrientes marinas y sobre las poblaciones de microorganismos (fenómenos que Lomborg ignora en su libro), que podrían no sólo tener con¬secuencias incalculables sobre la agricultura y el medio terres¬tre, sino a su vez dar lugar a nuevos cambios climáticos cuya evolución escaparía totalmente del control humano.
Los demógrafos también son más cautos. Livi-Bacci, después de examinar las posibles reper-cusiones del aumento de la población (que puede situarse en los 10.000 millones en 2050 y en los 13.000 millones en 2100) sobre la agricultura, la cubierta forestal, el clima y la contami¬nación atmosférica, concluye que es evidente la complejidad de la relación entre crecimiento demográfico y medio ambiente [pero que] sin embargo, tres puntos habrán de reafirmarse: el primero es que el crecimiento demográfico no es neutro de cara al medio ambiente; el segundo […] es que una disminución del creci¬miento puede facilitar la solución de los distintos problemas, y el ter¬cero consiste en que nunca el impacto de la actividad humana que amenaza el ecosistema ha sido tan fuerte como en la actualidad. Por lo tanto, es prudente moderar los riesgos y una ralentización del cre¬cimiento demográfico contribuye a dicha finalidad. Y continúa: «El medio ambiente es finito […] el género humano debe prepararse, durante una larga fase histórica, para moderar, detener y tal vez en algunos casos invertir las tendencias actuales».
Es indudable que el crecimiento de la población durante el siglo XXI debe ser objeto de gran preocupación. A menudo oímos que la preocupación no está justificada por el simple he¬cho de que las tasas de crecimiento, después de alcanzar muy altas cotas a finales del XX, muestran tendencias descendentes. La cuestión es saber si este leve descenso será bastante para evi¬tar las consecuencias que se avecinan. Estos optimistas le hacen a uno pensar en el automovilista que, a punto de estrellarse contra una pared, siente alivio porque su frenazo ha hecho des¬cender la velocidad de 140 a 100 km/h. El choque será mortal en ambos casos. Como señala Diamond, biólogo y geógrafo, lo que importa no es sólo el numero de personas, sino su impacto sobre el medio am¬biente. Si la mayor parle de los 7.000 millones de hoy estuvieran en un estado de conservación criogénica, sin comer, respirar o metabolizar, esa población no causaría problemas ambientales. Nuestro número plantea problemas en la medida en que consumimos recursos y producimos desechos.
El dilema y la paradoja
El problema reside en que también hay una gran desi¬gualdad en estas actividades. Como media, los habitantes de las zonas desarrolladas consumen y desechan 32 veces más que los de los países pobres. Pero ¿qué pasaría si los pobres pasaran a ser ricos? Incluso aunque la población dejara de crecer, una mejora del nivel de vida en los países hoy pobres multiplicaría por un factor muy alto (quizá no 32, pero 10 ya se¬ría suicida) el impacto ambiental.
La humanidad se encuentra ante un grave dilema: el aumento de la población acentúa el deterioro del medio y agrava las desigualdades económicas. Si tratamos de poner remedio a las desigualdades mejorando el nivel de vida de los pobres, el deterioro ambiental se multiplica, con consecuencias aterradoras. Si no lo conseguimos y persisten las desigualdades, aparte del ultraje que eso significa para nuestra conciencia, tal persistencia puede con alta probabilidad agravar el enfrentamiento violento entre el Tercer Mundo y el Primero. Como dice un reciente informe de las Naciones Unidas [Human Development Report 2005,], «el siglo que acaba de terminar ha sido el más violento que la Humanidad ha conocido». Se discute intensamente hasta qué punto explican la pobreza y la desigualdad la violencia y el terrorismo que hoy siguen amenazando al mundo. Volvamos a Diamond: Cuando las gentes están desesperadas, desnutridas y sin hori¬zontes culpan a sus gobiernos […,] Intentan emigrar a toda costa. Lu-chan entre sí por la tierra. Se matan unos a otros. Inician guerras civi¬les. Como piensan que no tienen nada que perder, se hacen terroristas o apoyan o toleran el terrorismo.
Tras una referencia a las numerosas guerras de estos últi¬mos años, Diamond se refiere a los terroristas. «Se ha dicho que muchos asesinos políticos, detonadores de bombas suicidas y terroristas del 11 S eran gente educada y de posibles en lugar de ignorantes y desesperados. Esto es cierto, pero también lo es que recibían apoyo y tolerancia de una sociedad desesperada». Las motivaciones individuales son difíciles de explicar; el com¬portamiento social es más previsible. También los nihilistas ru¬sos del siglo XIX, practicantes avezados del asesinato político, eran educados y de clase media; pero en Rusia la pobreza y la desigualdad eran extremas. Mucho más debe estudiarse la rela¬ción entre pobreza, desigualdad y violencia. Pero la evidencia hasta ahora apoya la tesis de una relación estrecha.
La terrible disyuntiva se cierne amenazadora sobre el si¬glo XXI. El aprendiz de brujo no puede o no sabe parar la má¬quina que puso en marcha. Tras dos siglos de desarrollo es¬pléndido y sin precedentes, la Humanidad se encuentra ante un desafío también sin precedentes.